sábado, 2 de julio de 2022

02/07/2022



A las cuatro de la mañana, en las calles bulliciosas cerca del puente, me adentro en los oscuros y densos valles en busca de los secretos que yacen ocultos en toda materia, para plasmar en la tinta los textos que ningún mortal ha osado a pisar aún. Escribir, oh, el acto supremo que me ha poseído desde que tengo memoria, aquella experiencia que me fundía en éxtasis y hacía danzar mi imaginación y mi resistencia física y espiritual. Cada palabra es un universo donde se despliega la eternidad. Cada palabra es sagrada, escrita con una íntima sonoridad y una fluidez imperceptible, que brota de la más profunda caverna de la imaginación. ¿Cómo podría describir con palabras lo que son las palabras? Sólo aquellos mentes fascinadas por la irrealidad, los amantes de las fatalidades cósmicas y los espejismos pueden comprenderlo. Y en medio de todo este caos, he perdido la noción de mi cuerpo y me he lanzado al infinito, sin saber que me alejo de este mundo y de ella por quien escribo estas líneas. Nadie, excepto yo, puede entender la melodía interior que late en mi alma, y nadie puede arrebatármela, a menos que esté dispuesto a aventurarse en lo desconocido y a deleitarse en las irrealidades de este mundo.

Las únicas almas capaces de sobrellevar la irrealidad del universo son las que han sentido el amor con una intensidad febril e incomparable. Al no caer presas del imperialismo cósmico, ninguna frontera puede detener la ruptura del propio mundo del yo. El individuo se entrega a un egoísmo absoluto, anhela la exclusividad del universo, quiere ser el único. No es por vanidad, sino por una voluntad suprema. Quiere desaparecer, fundirse, porque se ha vuelto loco. No ve otra salida para escapar de la irrealidad de las condiciones limitantes de este mundo.

Mi voluntad suprema, persistente e íntima, me consume y me vacía. Quiero vivir solo para estos momentos en que siento toda la existencia en la palma de mi mano, como una virtud. Mi pasado, mis futuras vidas, todas las lágrimas y presentimientos de felicidad convergen en una petrificación que me ata a una fatalidad cósmica, para arrojarme a un espacio sin espejismos, sin ilusiones ni sueños, sin el hechizo irresistible de su cuerpo. Nadie puede sentir lo que siento. Debo confesar que la amo. Que me cautiva y me enloquece. Sus pequeños y misteriosos ojos me intrigan, deshacen mi sustancialidad que me daba prominencia y sentido a mí mismo. Me hace temblar, me hace sentir abandonado cuando no está.



Carta de despedida de Henry Miller a Anaïs Nin

 Mi querida Anaïs:

¿Qué son las despedidas si no saludos disfrazados de tristeza? Lo mismo que el deseo y el placer de verte mientras te desnudas y te envuelves en las sábanas. Nunca has sido mía. Nunca pude poseerte y amarte. Nunca me amaste o me amaste demasiado o me admiraste como la niña que toma una lente y se pone a ver cómo marchan las hormigas y cómo, en un esfuerzo incasable y lleno de fatiga, cargan enormes migajas de pan. Qué son aquellas noches lluviosas en medio de la cama de un hotel. Qué el recuerdo de nuestros pasos por la calle, en el teatro o en la sala de conciertos. Qué son los recuerdos de los celos y de tus amantes y de June y de mis amantes.

Anaïs, no creo que nadie haya sido tan feliz como lo fuimos nosotros. No creo que exista en la historia del hombre y de la mujer un hombre y una mujer como tú y como yo, con nuestra historia, nuestras circunstancias; con aquello que se desbordaba en las paredes, el ruido de la calle y la explosión de tu mirada inquieta de ojos delineados en negro; con la sinceridad de tu cuerpo frágil y tu secreto agresivo e insaciable. El recuerdo puede ser cruel cuando estás volando febrilmente a tu próximo destino, a otros brazos que te reciban expectantes y hambrientos. El recuerdo de tu diario rojo que tirabas en la humedad de la cama entre tus labios entreabiertos y mis ganas de desearte. Te deseo. Te deseo con la desesperación y el anhelo de lo imposible y ya te has ido y tal vez, en un sueño imaginativo y romántico, leerás estas palabras una y otra vez, en medio de mi ciudad con la gente pasando en medio de las calles y la sorpresa en tus ojos y la gran dama con el fuego en la mano derecha.

Mi querida Anaïs, ma petite, ma jolie, infanta inquieta de sal nocturna. Te extraño cuando huyes de madrugada y te extraño cuando camino y me tomo un café en la calle; te extraño cuando June se acerca cariñosa y cuando paso por los grandes aparadores. Te extraño casi a todas horas: cuando escribo, cuando te pienso, cuando escucho las campanas que me anuncian que ya son las tres, cuando me acuerdo de las horas interminables entre humo y whisky, cuando tengo una comida que dura toda la tarde, también cuando me despido de ti cada día a la misma hora, cuando como en aquel lugar donde nos dio el aire y cuando escucho la radio. Adiós, Anaïs, adiós. Ya nos encontraremos en otras vidas y en otras vidas podré poseerte y quedarme contigo para siempre. Ya te veré en medio de la nieve y entre libros y vino. Adiós.

Henry






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